Nuestro Sant Jordi
Como no prestaba atención sólo pasó por la vida creando desierto…. Pero la esperanza vino después sembrándolo todo de nuevo y viendo cómo se alejaba.
La princesa salió un día más de casa. Iba preciosa; ella lo sabía y lo creía. El vestido relucía, irradiaba una blancura que no pasaba desapercibida, insinuaba una belleza llena de matices que casi podrían tornarse en contradicciones: el día y la noche, la atracción y la huida, el terror ciego y la llamada sugestiva….
Pero ella no sabía qué era lo que dejaba a su paso, porque ni veía ni oía, era el vórtice de su propia energía centrípeta. Cuando algo la adulaba se henchía de sí misma y si cualquier cosa la molestaba simplemente se deshacía. Para ello siempre usaba el ventilador de su inconsciencia.
La gente del reino la veía pasar cada mañana y comentaban… Unos se escondían en cualquier sitio, no querían percibir su mirada ajena; otros, sin embargo, no podían evitar quedar narcotizados por un anodino, vacío y tóxico estado de demencia. Entonces la seguían, embriagados por una neblina, dentro de un letargo suave e imposibilitador. Los que se habían puesto a resguardo los veían pasar apesadumbrados y sin saber qué hacer, con la única esperanza de que el narcótico dejara de producir su efecto algún día.
Pero aquel año alguien había puesto sobre aviso al bondadoso Dragón. Y aquella mañana éste decidió esperarla. Llevaba puesta la ropa de las ocasiones especiales, la que era capaz de deshacer los encantamientos de las víctimas. Éstas pudieron percibirlo cuando se iban acercando y lograron frenar un poco el paso. Pero la princesa siguió acercándose ajena a su fin. Porque no podía ser de otra manera, porque así había vivido siempre y era incapaz de ver que algo podía acabar con ella. Igual que su ignorancia, y por tanto, indiferencia ante los múltiples daños realizados.
El Dragón tenía unas fauces descomunales. Empezó a abrirlas con una lentitud deliberada, sin aspavientos, sin fuego, casi con amabilidad; siendo consciente del bien que estaba realizando. La princesa no se detuvo, siguió caminando…. Poco a poco fue entrando en una oscuridad que no tuvo la capacidad de percibir. S. Jordi la vio penetrar en su nueva morada y dos lágrimas, una de impotencia y otra de liberación, resbalaron por sus mejillas antaño enamoradas. La bestia cerró su inmensa boca y ella no regresó jamás.
Animal y soldado pasearon tranquilos por la gran avenida del nuevo reino libre. Fueron vitoreados por los que se escondían y por los que iban saliendo de su estado letárgico. Entonces el soldado se giró con una gran sonrisa hacia el Dragón y le comentó que aquello podría ser el comienzo de una gran amistad. El animal le quiso decir que lo esencial era invisible a los ojos…, pero no lo hizo. Pensó que para un soldado era demasiada cursilería.